La senda del Predicador

Es esta una senda penitente, una andanza gloriosa, directa hacia la cúspide de la Pedriza anterior, para la que aconsejo llevar cilicio, o cualquiera otro instrumento de suplicio que grave nuestro sufrimiento, con el solo y único fin de fortalecer nuestra alma. Es un camino sin reposo, sin tregua, sobre un desventío enorme y una hermosura mágica en todo su recorrido. Una vez arriba, el Olimpo: la Maza, El centinela, la Mujer y el hato y el collado de la Vistilla. Todos esperando recoger al animoso peregrino, para devolverlo al valle con la fe fortalecida, y sobre todos ellos... el juez que todo lo ve: El Yelmo.



Cójase desde la pradera de Canto Cochino, el puente ancestral que cruzando el indómito, nos arrumba hacia nuestro destino siguiendo la "vía autopista", con el el rey a la diestra y paso firme hacia el septentrión. Habremos de cruzar sin duda el noble arroyo de la Majadilla, a su paso por el verde praderío de los Lobos, el cual atravesaremos sin olvidar nuestro norteño caminar. Tras un breve andurrial , que habremos aprovexado para nuestro reflexionar y meditar , daremos de frente con el ostentoso bastión del rocódromo, a la diestra del sendero, magnífico farallón rocoso que nos muestra el camino de la redención, y cerrando con su rastrillo nuestro camino al norte, nos obliga a desviar la ruta hacia el sol naciente. Bajaremos la testa y sin levantar la vista, debemos apoyar el báculo con firmeza, y con místico silencio, caminaremos en pos de la salvación. Es aconsejable recitar nuestra jaculatoria en todo momento, para evitar el desfallecimiento y la tentación del regreso.

Pie tras pie, mano tras mano murmurando el rezo, y de vez en cuando detenerse para encontrar resuello. Tras el primer tramo doliente, caeremos al pie de la Cueva, lóbrega morada de la infiel mora donde recuperaremos el perdido norte, a la vista del cuadrúpedo de peristálticos movimientos, Camello de la mora, cual quedó petrificado tras cumplir su cometido.
-Que nunca aquella mujer bella, pero infiel mora, pueda regresar jamas de la cueva-. Pasaremos junto a él con la mirada baja, y sordos a las voces, que bregan por atraernos al tenebroso y mágico hueco de las Hoces, fatal destino y final de aquel quien fuera predicador, y que pasara sus días errante, en busca de la infiel con el encargo de la salvación.

Por fin nos abrimos al viento sobre las anchuras de la Umbría de Calderón, bajo el techo de la Maza, a la vista de los demás para enfilar el callejón de la Vistilla, el cual cruzaremos deprisa. Enfrente, displicente, el Yelmo. Siempre dispuesto a la acogida, a dar su bendición. Pero nosotros con tesón castellano, siempre al norte, siguiendo la estrella que lo señala, ¡Hola señora, hola ilustre y retorcido Centinela! ¡por fin acabose el sufrir, ya podemos guardar el cayado!, ahora sí con paso leve y la sonrisa luciente, hasta la Torre frente al Acebo, por donde viraremos al poniente, y decididos, bajaremos por la senda que señalan los Fantasmas hasta el collado de la Silla, ¡Oh! cuan magnífico caballo hubo de ser aquel que soportara aquesta colosal montura.
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Y ahora, enchido el espíritu, y con la fuerza adquirida al sol durante la jornada, el descenso al valle: primero al Tolmo, la canica del gran Armindón perdida en sus juegos con Ligistre, después la fuente Acuña, la del agua que concede la vida eterna, cruzaremos el puente a la siniestra del Ave por el prao Peluca, y en dirección al cálido meridión por la gran senda..., ¡Hasta el Canto Cochino!... De vuelta en casa.

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